Hans von Trotta. El brazo de PollackHay una diferencia abismal entre luchar contra la muerte a secas o hacerlo contra una muerte segura.

Nuestra comprensión de la escultura helenística griega del Laocoonte y sus hijos, hallada cerca de Santa María la Mayor, en Roma, en 1506 (y que tuvo a Sangallo y Miguel Ángel entre sus primeros espectadores) sería diferente de no ser por que, en 1905, el marchante y experto en antigüedades Ludwig Pollack, checo entonces residente en Roma, encontró el brazo original derecho, hasta entonces perdido, del castigado sacerdote troyano. Cuando la pieza fue descubierta en el siglo XVI no contaba, en realidad, con los brazos derechos de ninguna de las tres figuras del grupo y tampoco con las cabezas de las serpientes que iban a acabar con su vida, de modo que el papa Julio II encargó a artistas del momento que completaran el conjunto; sobre todo en el caso del cabeza de familia, esa extremidad ofrecía de esta composición una lectura sustancialmente distinta de la que hoy tenemos: dirigida al cielo, sugería una actitud más heroica y valerosa que trágica e implorante.

Cuando Pollack dio con este brazo lo identificó rápidamente, pese a su tamaño algo menor al que a Laocoonte le hubiera correspondido (por cuestiones perceptivas espaciales) y, lejos de hacer negocio con él, lo donó al Vaticano, donde se encontraba (y se encuentra) el resto de la obra; lo mismo haría con un cáliz paleocristiano que previamente había sido robado de la Biblioteca Vaticana: cuando lo halló y lo reconoció, se lo entregó altruistamente a Pío X.

Salvo para los muy conocedores del devenir de esta imagen, o los asudios del Museo di Scultura Antica Giovanni Barracco de Roma, del que Pollack fue director honorario y que cuenta con una biblioteca a su nombre, su figura no resulta familiar para casi nadie y sobre las razones de ese olvido puede especularse mucho tras la lectura de El brazo de Pollack, novela de Hans von Trotta que repasa con enorme finura las vivencias de este sabio, imagina su enorme cultura y bosqueja su personalidad a partir de dos conversaciones superpuestas: la de K. con el propio Pollack, judío, cuando trata de convencerlo de que abandone su hogar en el Palazzo Odescalchi en la noche previa a que las SS realizaran una deportación masiva, y la de K. con Monseñor E., en el Vaticano, en la que el primero da cuenta, justamente, de la charla anterior.

El centro de esta obra breve, editada por Periférica, es en todo caso la recreación novelada de la vida del gran experto en arte atendiendo a su propia mirada, desde sus primeros años en Praga hasta el declive social derivado de su condición judía, pasando por su trabajo para coleccionistas fundamentales como los Rothschild, los Morgan o el emperador austrohúngaro; se trata de un relato de ficción, pero basado en investigaciones exhaustivas: las que Trotta ha llevado a cabo en la biblioteca y el archivo de este estudioso, donados por su cuñada y única heredera, Margarete Süssman Nicod, al Ayuntamiento de Roma y depositados en el mencionado Museo Barracco.

Atrapa la reconstrucción que, a partir de esos documentos y de los 3.000 ejemplares de sus fondos bibliográficos, realiza el periodista alemán de un individuo por cuyas manos pasaron, antes que por la vista de muchos, piezas esenciales -fue marchante, entre otras razones, por las trabas que encontró para ser aceptado en el campo académico- y que conoció a artistas y músicos sin los que no se entiende la contemporaneidad (Mahler, Rodin, Strauss). Aunque sobre todo conoció a Goethe, quien ejerció sobre él, por generación, origen y devoción particular, una fascinación próxima a lo religioso. Goethe es para mí la cultura; Praga, el hogar, y el judaísmo, mi destino, le hace decir Trotta; y esta máxima explica en buena medida la novela y la vida rastreada de Pollack: los intentos de K. para lograr que se refugie en el Vaticano ante su probable final en un campo de concentración (en Auschwitz, efectivamente, terminaron sus días él y su familia cercana) resultan infructuosos porque el coleccionista dedica la noche a refugiarse en la belleza de la que supo rodearse y en la que se cobijó, en el recuerdo, quién sabe si en la conciencia, no reconocida, de que no tendría más oportunidades de hacerlo o desde el deseo de no creer que ancianos como él y su esposa pudieran tener algún interés para el ejército alemán que ocupaba Roma y que fuera posible un horror desmedido donde aún se podía leer al creador de Fausto.

Sea o no intención del Von Trotta subrayarlo, existe un paralelismo evidente entre el final trágico de Laocoonte y sus hijos y el que acechará a Pollack y los suyos, sobre el que teorizaron Winckelmann, Lessing y el mismo Goethe; este último formuló que su época había dejado a un lado el rol sacerdotal de esa figura para convertirlo sencillamente en padre de dos hijos amenazados por la rabia de Atenea. Esta novela presenta más bien al checo como sacerdote de una fe perdida en el conocimiento del pasado.

 

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