Hay una serie de reproches que perseguirán siempre a Pavarotti. Algunos son de índole personal. Como sus líos de faldas siendo un hombre casado, que tuvieron como colofón más sonado la boda con la joven Nicoletta Mantovani, una de sus ayudantes, 34 años menor que él. La Italia católica y biempensante no se lo ha perdonado todavía, y eso que le quería y le idolatraba hiperbólicamente. Su mujer, en cambio, sí lo hizo, pasado el tiempo y cicatrizada la herida de la traición (acaso también contribuyó un acuerdo económico favorable).

En el terreno musical, son muchos los melómanos (sobre todo los amantes de la ópera) los que le imputan otra traición: la del alejamiento del género lírico para dedicarse a colmar estadios junto a gurúes del pop como Bono, el líder de U2, con el que terminó trabando una estrecha amistad. A Pavarotti los teatros se le quedaron pequeños, porque su popularidad se desbordó y la pléyade de agentes que orbitaban en torno a su oronda panza y creciente ego lo aprovecharon para monetizarla al máximo. Pavarotti era Dios entonces. Lo explica gráficamente su exmujer: “Si hubiera pedido entonces leche de gallina, hubieran ordeñado una para complacerle”. Cualquier capricho del cantante divino debía ser satisfecho por la vía rápida.

Pavarotti con Nicoletta Mantovani.

Son dos estigmas que Ron Howard, en su documental, se esfuerza en borrar. Plantea su trabajo como un alegato a mayor gloria del tenor de Módena y se erige en un eficaz abogado defensor. Sobre sus deslices se argumenta que eran casi inevitables. Porque era alguien que solía conectar muy bien con las mujeres, acaso por haberse criado en una familia donde eran abrumadora mayoría. Además, su dimensión artística ejercía en el público femenino un plus de atracción. Y, de alguna manera, se le disculpa por el régimen de soledad entre hoteles y aeropuertos al que le sometía su obligación de estar en constante movimiento para cumplir con su endemoniada agenda. Alguien tan sociable y carismático –se desliza- no se podía recluir como un monje cartujano en sus provisionales alojamientos a hacer ejercicios espirituales.

Son múltiples los testimonios que se recogen. El metraje encierra multitud de entrevistas, un coro de opiniones que constituye una de sus grandes virtudes. En relación a sus infidelidades, es muy sustancioso el vertido por la soprano Madelyn Renee, una de sus pupilas, que acabó siendo su secretaria y, finalmente, de tanto roce, su amante. Pavarotti siempre le decía a su mujer que no había nadie más pero… Con Renee estuvo un tiempo, hasta que a esta los remordimientos y los caprichos del divo, muy exigente en la logística de sus desplazamientos (el extravío de un simple pañuelo podía desencadenar una tormenta), le hicieron tomar la decisión de distanciarse. Una ruptura que le produjo a Pavarotti una desorientación existencial. El trauma amoroso se filtra cuando se sube al escenario, después de reunir las mínimas reservas de ánimo que le quedan para confrontarse con el público. La sugestión interior le hace superar sus limitaciones como actor. Caracterizado como un clown, con el rímel corrido por las lágrimas y un aire patético, canta Vesti la giubba, el aria de Pagliacci evocando su drama personal: “Ríe, payaso, sobre tu amor destrozado”.

Es una de las grandes bazas del documental de Howard, que ha culminado su tercera inmersión musical (antes se había detenido en el rapero Jay-Z y en los Beatles, demostrando sus desarrolladas dotes para entretener sin mancharse las manos). Ilustrar sus altibajos vitales con las más célebres arias que defendió en su carrera es un recurso infalible para inducir emociones. Ocurre con particular temperatura cuando se narra sus años finales, etapa en la que sabe que la muerte se aproxima a lomos del cáncer. Dirigido por su amigo Plácido Domingo (integrante junto a Carreras y el propio Pavarotti del boom de los Tres Tenores), interpeta E lucevan le stelle, de Tosca, con la que Puccini refleja el dolor postrero de Mario Cavaradossi en su celda, justo ante de ser ejecutado. Pavarotti se sentía estafado por la vida. Morirse dejando una hija de 4 años fruto de su relación con Mantovani fue una tortura insoportable.

En aquel trance decidió hacer algo que no le gustaba: escucharse. Sus hijas le ponen algún cedé. Y Pavarotti se concede un postrero autohomenaje. “La verdad es que era bueno”, les dice. Demasiado bueno para ceñirse al belcantismo purista y los recintos operísticos consabidos: Scala, Metropolitan, Covent Garden… Su gancho con la gente, sumado a su desinterés por el estudio y la profundización en la técnica (era sobre todo un artista instintivo), le condujo a trascender ese ámbito. Era una decisión que caía por su propio peso. Aparte, en un determinado momento, Pavarotti se volcó con las causas benéficas, sobre todo a raíz de conocer a Lady Di, a la que le unió una química amistosa desde que se conocieron en un recital pasado por agua en Hyde Park en 1991. Ron Howard, pues, exculpa a Pavarotti de todos sus ‘pecados’.

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