Miguel Ángel Campano. D’après.
Museo Reina Sofía. Santa Isabel, 52. MADRID. Comisarios: Manuel Borja-Villel, Lidia Mateo Leivas y Beatriz Velázquez. Hasta el 20 de abril

Alguna vez me ha tentado la idea de hacer una antología de las frases célebres que no entiendo. O que no quiero entender. Es el caso de esta de Eugenio d’Ors, que ciñe las sienes del Casón del Buen Retiro: “Todo lo que no es tradición es plagio”. A día de hoy, casi parece una fake news decir que la publicó originalmente en catalán, en el diario La Veu de Catalunya, en 1911. Esto aparte, diré que llevo desde que era joven peleándome con esta fórmula. Porque, claro, sabemos que nadie piensa o crea desde cero, que el, o la, joven artista empiezan a serlo copiando “bien”. Pero de eso a decir que si sobrepasas la tradición te puede perseguir una gestora de derechos de autor… En fin, creo que con sus palabras D’Ors cancelaba con olímpica superioridad cualquier tentativa de innovación artística, algo que en 1911, poco antes del cuadrado negro de Malévich (1914) y del urinario de Duchamp (1917), le hace merecedor del Premio Nobel a la miopía estética. Pero si he recaído en mi bestia negra juvenil ha sido por culpa de Miguel Ángel Campano (Madrid, 1946 – Cercedilla, 2018) y de su fabulosa exposición en el Reina Sofía, titulada precisamente D’après (“según X, al modo de X”, podríamos traducir). Y, en efecto, la obra entera de Campano, etapa tras etapa, es un ir y venir de la tradición a sus asuntos.

De Campano siempre se dice que ha sido un renovador de la pintura española (dando así la razón a D’Ors), que fue un incansable trabajador (como aquí queda a la vista) y que disfrutaba de un carácter ingobernable (Carlos Pazos, en su estupendo texto del catálogo, ofrece algunos ejemplos). Pero todo ello le retrata menos que su obra, a secas. Lo que quiero decir es que no hace falta saber nada de esto para acabar descubriéndolo aquí. En una exposición, por cierto, que desmiente dos cosas: que en este museo no se puede ver pintura y que una exposición tan grande es sin remedio aburrida.

Esta fabulosa exposición muestra cómo la trayectoria de Campano es una sucesión de flechazos “estéticos”

Su magnitud, precisamente, obliga a extenderla por un recorrido intrincado, que como contrapartida, ha hecho posible montar salas que funcionan casi como exposiciones autónomas. A Campano le gustaba que sus muestras individuales parecieran colectivas, así que en esta ocasión estaría particularmente satisfecho. Y nosotros veremos cómo su trayectoria es una sucesión de deslumbramientos y flechazos “estéticos” de muy variada índole: desde la abstracción constructiva al expresionismo lírico, pasando por un severo acceso de conceptualismo. Así es que la exposición empieza con obras de los setenta, que acusan su contacto con Gustavo Torner y el Grupo de Cuenca. Esas elegantes geometrías las rehace Campano añadiendo relieves y perforaciones que desestabilizan la superficie pictórica. Tropezamos luego con un cambio radical, llamativo por cuanto parece haber sustituido sus modelos, que pertenecen a la abstracción expresionista norteamericana (Motherwell, de Kooning). A partir de una muy personal interpretación del famoso soneto de Rimbaud a las vocales, en el que cada letra tiene una correspondencia cromática subjetiva, Campano desarrolla una gestualidad que será ya una marca de la casa, dando como resultado cuadros suntuosos, que son un banquete para la mirada. La Vorágine (1980) por ejemplo.

‘LA I’ (1980) y, a la derecha, ‘Sudario’, 2002

Llega luego un tramo fundamental en la biografía del pintor: los diez años, de 1980 a 1990, que pasó en París y durante los cuales se sumergió en el estudio directo de Poussin, Cézanne, Delacroix… y contrajo una deuda de admiración que estuvo pagando el resto de su vida. En la exposición encontraremos pruebas extraordinarias de ello: las referencias a La balsa de La Medusa, a la montaña Santa Victoria o a las estaciones poussinianas se plasman en cuadros de arrasadora potencia visual, como Bacanal (1983). En ellos vemos cómo simplifica y trasmuta los motivos originales hasta hacerlos completamente suyos, aun guardando su eco (ha sido buena idea colocar junto al cuadro de Campano una pequeña reproducción de la obra en que se inspiró). En ellos y en adelante llama la atención la densidad pictórica. No me refiero al espesor matérico, sino a los cuadros que hay dentro de un cuadro, como si se tratara de una pintura fractal: a dos metros ves un cuadro, pero a veinte centímetros estás viendo otro más.

En algunas salas más adelante, se despliega su obra más singular. A comienzos de los 90 Campano excluye de su pintura el color y trabaja sólo con el negro sobre el lienzo desnudo. Pero decir color negro es francamente inexacto: sus negros lustrosos, densos y maleables logran efectos escultóricos gracias a la rotundidad de las composiciones. Al revés de lo que sucede con los grandes vacíos en blanco de la pintura china, aquí el negro crea espacio en lugar de ocluirlo. Por último, vale la pena destacar el conjunto que en 2001 y a instancias del Centro José Guerrero, dedicó a dialogar con la obra Guerrero y en concreto su homenaje a García Lorca. El color logra aquí hazañas que pocas veces he visto. Uno de esos cuadros, La sima de los huesos (2001), tiene la profundidad alucinatoria de las obras de Anish Kapoor. Hay, finalmente, una muestra de los experimentos escultóricos del pintor, las que llamó Patrañas y son pequeños ensamblajes hechos de desperdicios, una especie de bibelots del mal humor. Y ruego que me disculpen si acabo estas líneas con un comentario tan impreciso: Campano como pintor fue un titán con buen gusto. Y con esto vuelvo a D’Ors, que en 1941 y tapándose los oídos, escribió: “En España, lo más revolucionario que se puede hacer es tener buen gusto”.

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