No han sido demasiados los cines donde se ha proyectado, ni mucho el tiempo que ha permanecido en varios de ellos, pero en alguno aún continúa -y es previsible que llegue después a plataformas- Amal: Un esprit libre, un filme del director belga-marroquí Jawad Rhalib que introduce al espectador, con crudeza y un manejo muy maduro de asuntos controvertidos, a la problemática a la que hacen frente aquellos institutos y profesores que, en el contexto europeo, han de educar a jóvenes intoxicados por el integrismo islámico.
Rhalib era hasta ahora autor de dos largometrajes (7 Rue de la Folie e Insoumise) y un buen número de documentales, centrados siempre en temas sociales o en la defensa de los Derechos Humanos, y en este filme aborda la enorme complejidad que implica el manejo del yihadismo cuando este se introduce en las aulas, el teórico lugar seguro en el que se espera que los menores desarrollen su personalidad y sus conocimientos en un entorno amable, abierto al diálogo y al disenso. El centro educativo de Bruselas donde se ambienta este filme, al que acuden una mayoría de alumnos musulmanes, supone para algunos de estos chicos, los más proclives a la radicalidad por influencia familiar, el único reducto abierto al modo de vida y a los que podemos considerar valores occidentales en sus vidas: está prohibido el velo, pero algunas alumnas han establecido ya la zona donde colocárselo antes de salir a la calle; se estudia y se tolera a Baudelaire, pero no se acepta leer poemas hedonistas si sus autores proceden del ámbito árabe (Abu Nuwas); se predica la lectura y el pensamiento crítico como camino hacia la libertad, pero el mensaje está lejos de calar en la mayoría, identificados con una cultura ajena a aquella en la que se les pretende formar.
El aula donde discurre buena parte de la obra, sobre todo en su primera mitad, es a veces un espacio de aprendizaje, pero muchas lo es también de amedrentamiento de quien se sale del camino marcado: primero una de las alumnas, Monia (Kenza Benbouchta), acosada y amenazada cada vez con mayor dureza por querer mantener su independencia frente al seguidismo radical del resto y por una homosexualidad que terminará confesando valientemente; después, también, la profesora que trata de protegerla y de incentivar el respeto del grupo, Amal (Lubna Azabal), protagonista de la película, por su implicación, su labor heroica sin exageraciones, su defensa de la libertad de enseñanza frente a padres que pretenden imponer contenidos y sus advertencias serias al resto de los profesores de que la violencia física y verbal a la que se ha llegado no es ni anecdótica ni propia de adolescentes, sino un desafío urgente y severo. Quedan retratadas, en los claustros, posturas habituales en estas circunstancias dentro y fuera de los colegios: la pasividad, la inacción, el deseo de no provocar para no encender ánimos ya encendidos.
Acierta Rhalib en el retrato de la opresión de este ambiente para ambas, del infierno en el que puede convertirse una escuela cuando el respeto no entra a clase, pero también en el refuerzo de ese infierno que pueden suponer las redes sociales: la casa de la joven amenazada, invitada a acabar con su vida por perfiles anónimos en estos canales, no es ya un lugar para descansar en paz. Paulatinamente, tampoco lo serán la tienda de alimentación de su padre, presionado para reconducir a Monia, ni la vivienda, violentamente allanada, de Amal. Cuando la presión en las aulas no da los frutos esperados, esta se expande y desborda en el terreno privado hasta no dejar a las víctimas más opción que la sumisión o la huida.
En ningún momento del filme asoma el maniqueísmo y todos sus personajes fundamentales, también la profesora, son de origen musulmán; tampoco se aprecia una pretensión especialmente didáctica en el manejo de esta historia, en tensión creciente, por parte de Rhalib: transmite una verosimilitud clara, pone sobre la mesa las muchas perspectivas vitales reunidas en una clase en la que todos podrían tener mucho más lazos que diferencias; y apunta al reto que supone, no ya formar a quienes no rechazan la violencia, sino lograr que no la ejerzan.
El desenlace de su propuesta no es feliz, no podía serlo atendiendo al grado de enfrentamiento que se alcanza (en Francia se pidió la omisión de ese final); se agradece que la película no caiga en un idealismo inexplicable, que profundice en una cuestión tan sensible sin edulcorar las posturas y que trate al espectador como adulto consciente que no confiará en las soluciones sencillas.
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