Entre los grandes bailarines clásicos del siglo XX se encuentra Rudolf Nureyev, un hombre que dejó un legado formidable en la historia de la danza clásica a pesar de morir a muy corta edad, cuando el VIH puso fin a su existencia a los 54 años de edad.

En la década de los sesenta esta leyenda del ballet se integró al ballet de Kirov, consiguiendo una gran notoriedad por su inconfundible estilo sobre los escenarios, sin embargo, como suele ocurrir con muchos artistas seguros de su enorme talento, Nureyev no gozaba de una buena reputación debido a su carácter temperamental, llegando a enemistarse con muchas de las personas con las que trabajaba.

El encanto de Nureyev hizo que sus faltas fuesen perdonadas en muchas ocasiones y llegó a relacionarse con figuras como Mick Jagger, Freddie Mercury y el artista plástico Andy Warhol. A comienzos de la década de los ochenta fue nombrado director del Ballet de la Ópera de París, donde siguió bailando, a pesar de que la enfermedad que acabaría con su vida ganaba terreno.

Se cree que Nureyev comenzó a padecer los síntomas del VIH a comienzos de la década de los ochenta, lo que recrudeció su mal carácter. Como muchas otras personas de la época, no aceptó su enfermedad y tampoco recurrió a los tratamientos que se encontraban disponibles por aquel entonces.

Su última aparición en el Palacio Garnier de París fue histórica. El enorme esfuerzo físico del bailarín sobre el escenario, a pesar de sus mermadas fuerzas y salud, lo hizo acreedor de una ovación, de la alabanza de la crítica y del mayor trofeo cultural otorgado en Francia: el Caballero de la Orden de las Artes y Letras.

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